El día 27 de diciembre visité un belén en la Plaza Fragela de Cádiz, en la Casa de las Viudas, hoy residencia de ancianos.
Era media tarde. Estaban todos alineados a lo largo de las paredes del patio grande y cuadrado, muchos en silla de ruedas y unos pocos acompañados. El edificio es agradable, calentito y se les veía bien cuidados. Uno de ellos, a pocos metros de mí, intentaba avanzar con su silla de ruedas: en 15 minutos se movió 3 metros. Otra, al ver que me acercaba, me hizo señales con la mano. Me pidió que le ayudara a levantarse. Le agarré la mano que estaba sorprendentemente caliente y le pregunté por su familia. Me dijo que estaba sola.
“Sola” rodeada de gente. La soledad no buscada tiene una incidencia negativa en la salud, sea física o mental; tanto es así que en el Reino Unido se creó hace poco una Secretaría de Estado para ocuparse de la soledad como problema, pues afecta al 14% de los británicos. Una epidemia.
Como en el caso de la viejecita de la Casa de las Viudas, la soledad y la vejez están muy ligadas. La soledad es un sentimiento, una percepción. El proceso de envejecimiento va acompañado de cambios que ayudan a la aparición del sentimiento de soledad: viudedad, nido vacío, problemas físicos y de autonomía, enfermedades graves, problemas cognitivos y pérdida de roles y grupos a los que se pertenecía. De ahí pasamos a la sensación de inutilidad, desesperanza, y finalmente depresión. Los dos viejos que se suicidan, juntos, no es raro. Aprovecho datos de mi anterior entrada sobre suicidios: aquellos que en proporción más se suicidan en España son los mayores de 70 años. Unos mil todos los años (fuente INE, Datos año 2017).
Si la sociedad actual desecha como trabajadores a los mayores de 50 años, ¿qué pensará de los viejos?
El ver a los viejos como un problema no es de ahora. La unidad familiar, formada solo por padres e hijos, excluye per sé a los abuelos y eso es así desde los años 70, cuando menos. La emigración masiva a las grandes ciudades, los pisos pequeños, todos los adultos trabajando y el deseo de tener en lugar de ser -egoísmo- hizo que los arrinconásemos poco a poco.
Dentro de poco los viejos seremos mayoría en España. Cuando yo tenga 72 años – faltan unos tres lustros- seré parte del 4º tramo de edad más numeroso, de 70 a 74 años. El primero será el de 55 a 59, luego el de 60 a 64 y el tercero de 65 a 69. Entonces sí que seremos un problema.
Hoy es típico en los viejos que no se aclaren con los mandos a distancia de la tele. No se sabe que tocan, pero acaban desconfigurando tele, decodificador y lo que se tercie. Acaban llamando al nieto de turno para que se lo arregle.
Una de mis pesadillas son las contraseñas: si ahora se me olvidan, ¿Qué será de mí cuando la cabeza no me funcione bien, o al menos peor que ahora?
Si logro recordar la contraseña – y encima me obligan a cambiarla cada cierto tiempo-, luego vendrán los cambios que los informáticos siempre hacen en las aplicaciones. Si ahora, cuando me cambian el entorno y aspecto de esta, ya me descontrola… ¿qué será de mí cuando tenga que pagar algo por el banco, dar la lectura del contador o quiera comprar un billete de avión si el maldito botón me lo han cambiado de sitio? El futuro se presenta hiper-digitalizado, con servicios de asistencia al cliente que ya hoy son máquinas, todo en base a autoayuda y preguntas frecuentes… y cuando eso cambie y yo tenga 80 años,
¿Quién lo hará por mí? ¿Otro nieto? ¡Pero si no nacen niños!
Para acabar, no voy a soltar el buen rollo de la sabiduría acumulada por los viejecitos gracias a su experiencia. La sociedad podría aprovechar en algunos casos esa sabiduría y dar a los viejos un papel más relevante. Pero eso depende del viejo. Si conozco burros con 50 años, no creo que mejoren tanto en tan poco tiempo.
Dedicado a mi suegra, y que dure.
Cuenta razon tienes amigo, un fuerte abrazo desde catalonia🙂🙂🙂🙂
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Qué matices y qué relevancia toma tu texto en estos tiempos, amigo. Un abrazo!
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