Bienvenido al club. El club de los que necesitamos un 90% del cerebro para recordar nombres de usuario, contraseñas y pines.
Mi primera contraseña fue el pin de mi primera tarjeta de débito: sólo 4 números que por supuesto no se podían cambiar. De eso hace más de treinta años.
Ese pin me ha acompañado toda la vida y aún hoy lo uso. Da igual el banco. Es como los números de teléfono de los amigos de hace 40 años que están grabados en el hipotálamo.
Para algunas aplicaciones he decido resetear la contraseña siempre, es decir, no hago ningún esfuerzo en recordarla. Cada vez que necesito entrar, le pido a la aplicación que me mande un correo con una nueva o con un enlace para crearla.
También es cierto que cuando intento recuperar una contraseña de alguna aplicación que no entro hace tiempo ya no sé a qué correo electrónico me pueden mandar el nuevo.
Mi vida es un infierno. No hay nada más frustrante que no poder acceder a una aplicación. Es como los porteros de las discotecas cuando no te dejaban entrar.
Durante años pudimos sobrevivir con contraseñas cortas y fáciles de recordar: el pin antes mencionado, el nombre de tu hijo o el de tu perro.
Pero hace unos años a los malévolos expertos en seguridad informática se les ocurrió el concepto del “strong password”, o sea, uno que no haya manera de recordar. Necesitas unos diez caracteres, con dígitos, mayúsculas y minúsculas y de postre un símbolo de esos raros (#, -, _, §, & o lo que sea).
Poco a poco tuviste que empezar a cambiar las contraseñas del Windows de tu trabajo, de los bancos, de la cuenta de Gmail, de booking, de las compañías aéreas, de blablacar, del Icloud y del Dropbox, del seguro médico, del blog, y de todas y cada una de las aplicaciones que usas, sea una vez en tu vida o a diario.
Para colmo de vez en cuando te piden que actualices la contraseña por seguridad. ¿Qué haces? Cambiar una letra o dígito, con lo cual tienes varias versiones de la misma contraseña. El resultado al cabo de un año es el caos especialmente si sigues el consejo de Gmail y sus cuentas de correo (“Crea una contraseña segura que no utilices en otros sitios web”).
Gracias a Dios Windows o el explorador (Mozilla, Internet Explorer, Chrome, Safari, etc.) te invitan a que la contraseña sea recordada. Y todos lo hacemos. Con lo cual la seguridad se va al cuerno porque como pierdas el portátil, tableta o el móvil tienes todas las contraseñas memorizadas.
Por el contrario, si por casualidad borras las “cookies” (donde están guardadas las contraseñas) entonces es cuando has metido la pata de verdad. Has estado meses o años entrando en las aplicaciones sin teclearlas y de repente no queda ninguna en la memoria ¡Horror!
Dedico esta entrada a los proveedores de servicios de internet porque la contraseña de la red inalámbrica de casa (más conocida por Wifi) está pegada debajo del enrutador (o sea, el “router”). Por cierto, esas contraseñas sí que son “strong strong”.