¿Quién no ha querido impresionar a una mujer invitándola a cenar? Pedro, un gañan de algo más 20 años, ha elegido “La Japuta Divina” para ello.
El restaurante es céntrico, aparece en todas las guías culinarias y hace esquina entre dos calles estrechas.
Su especialidad es la japuta a la sal (pescado también conocido como zapatero o palometa).
“La Japuta Divina” cuenta con servicio de aparcacoches, que viste mucho.
Falta una hora y Pedro se está duchando enérgicamente: la esponja es algo rasposa pero no importa. Le sigue medio bote de desodorante, afeitado a fondo y colonia de la buena. Se decide por una camisa nueva reservada para una ocasión especial aunque él raramente se pone camisas. Última mirada al espejo y ¡sangre! Tiene la cara llena de sangre. De tanto apurarse se ha destrozado la cara. Tranquilidad, todavía tiene tiempo. Decide ponerse cachitos de papel higiénico en las heridas para que se sequen. Me los quitaré por el camino, piensa.
Se sienta al volante de su pequeño y vetusto coche. Arranca, bien. Hay tráfico, mal. Los coches se mueven a cámara lenta, son caracoles deslizándose sobre el asfalto. El semáforo que tiene delante ya ha cambiado de color cuatro veces pero él casi ni se ha movido. La etiqueta de la camisa nueva le pica una barbaridad. Por fin, cruza la plaza y enfila hacia el domicilio de su enamorada.
Ella ya le está esperando en el portal. Ha sido precavida y viendo el problema de tráfico decidió esperarle abajo. Es lista. Se monta y se ríe: ¿Qué te ha pasado en la cara?
Entre el cachondeo de la niña, el tráfico y la etiqueta urticante empieza a perder el control de la situación. Ella, con mucha mano izquierda, le va quitando los papelitos de la cara y los nervios del cuerpo.
La llegada a “La Japuta Divina” es espectacular, de cine. Justo cuando pasaba por delante del restaurante aparece el aparcacoches. Cachondo perdido, Pedro para en mitad de la calle, se baja y lanza las llaves al hombre desde el otro lado. Lo malo es que el aparcacoches había abierto la puerta a la muchacha, y es ella la que recibe las llaves, en plena coronilla.
Un poco aturrullado, balbuceando excusas, Pedro se dirige hacia lo que parece la entrada del restaurante. Sí, es el restaurante pero la entrada es algo extraña. Los lavabos quedan al lado, no hay barra ni camareros a la vista. Tras una puerta acristalada se ven las mesas. Han entrado por la puerta trasera.
Aparece como de la nada un camarero, serio y limpio, de los antiguos. Les habla de usted. Tiene un paño inmaculado sobre el antebrazo y viste con pantalón negro, camisa blanca, pajarita y chaleco negro. Un profesional de los que ya quedan pocos. Ayuda a sentarse a la señorita (así la trata) y como por arte de magia les entrega la carta. Una a cado uno de ellos. Se retira discretamente para dejarles deliberar, a la vista de ellos, pero a suficiente distancia para que puedan hablar libremente.
Gracias al atasco, el afeitado salvaje, la etiqueta de la camisa y la entrada triunfal, tiene unas ganas locas de ir al baño. Pedro se disculpa y acude raudo a la llamada de la naturaleza.
Vuelve con una sonrisa en la cara y 40 cm de papel higiénico pegado a la suela del zapato.
“Hoy es el día del papel higiénico, eh?”
Pedro se toca la cara pensando que le queda algún pegote. Pero no. La mira.
“Te has traído medio rollo de papel pegado al pie, cariño”.
Pedro observa una larga tira de papel inmaculado salir de debajo de la mesa, por su lado izquierdo. Con cierta habilidad, consigue hacerla desaparecer con ayuda del otro pie. ¡Ya! Dice aliviado. En ese momento su mirada se cruza con la del camarero. Es evidente que este no ha perdido detalle. Pedro piensa que se está cachondeando.
La muchacha es pura discreción. Lleva un monísimo vestido negro combinado con un pañuelo de vivos colores. Titubea ante la carta.
(Continuará)
Que Es Esto una novela por fasciculos?
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Si, y lo mejor es El final
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