He leído una historia sobre Kafka en el único grupo grande de wasap en el que sigo. Una corta y por tanto buena descripción de la historia la he encontrado en el diario “El País”, publicada en 2004:
“En 1923, viviendo en Berlín, Kafka solía ir a un parque, el Steglitz, que todavía existe. Un día encontró a una niñita llorando, porque había perdido su muñeca. Kafka inventó al instante una historia: la muñeca no estaba perdida, sólo se había ido de viaje, para conocer mundo. Y le había escrito a su dueña una carta, que él tenía en su casa y le traería al día siguiente. Y así fue: esa noche se dedicó a escribir la carta, con toda seriedad. (Dora Diamant, que cuenta la historia, dice: «Entró en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez que se sentaba a su escritorio, así fuera para escribir una carta o una postal»). Al día siguiente la niña lo esperaba en el parque, y la «correspondencia» prosiguió a razón de una carta por día, durante tres semanas. La muñeca nunca se olvidaba de enviarle su amor a la niña, a la que recordaba y extrañaba, pero sus aventuras en el extranjero la retenían lejos, y con la aceleración propia del mundo de la fantasía, estas aventuras derivaron en noviazgo, compromiso, y al fin matrimonio e hijos, con lo que el regreso se aplazaba indefinidamente. Para entonces la niña, lectora fascinada de esta novela epistolar, se había reconciliado con la pérdida, a la que terminó viendo como una ganancia.”
Kafka murió poco después, en 1924; el hecho parece verídico y la Dora Diamant mencionada fue la única mujer que convivio con Kafka. La historia por lo que he leído tiene dos finales: uno es el de arriba, y en el otro Kafka regala una muñeca a la niña.
Demos un salto de 99 años hasta hoy. Desde mi ventana observo el parque con sus toboganes y columpios. Es sábado, el sol de invierno calienta con fuerza este mediodía y hay muchos niños con sus padres.
Veo a una niña llorando con esos hipidos tan típicos en los niños. Tiene el corazón encogido. Su madre la consuela mientras el padre da vueltas, parece que en busca de algo.
Al cabo de un buen rato los padres se olvidan de la niña y siguen charlando con sus amigos, de pie, junto al tobogán. Mientras, los niños siguen correteando, subiendo y bajando de esos laberintos.
Tanto hablan los padres de la niña que no se dan cuenta de que esta sale del recinto vallado. Sigue buscando su muñeca.
Un hombre de unos cuarenta años lee tranquilamente un periódico, esos de papel. Un verdadero bicho raro. La niña se acerca al banco donde está sentado y:
Veo que has llorado, niña. ¿Qué te ocurre?
He perdido mi muñeca, responde ella. ¿La has visto?
¡Ah! Si que la he visto, esta mañana una muñeca me ha entregado una carta, pero no sabía para quien era. Si vienes mañana, te la leeré.
¿Y dónde está la carta?
La carta la teng….
Una mujer se acerca a paso ligero hacia el banco. Mira fijamente al hombre mientras llama a la niña. La coge con fuerza de la mano, y se la lleva a rastras de nuevo al parque mientras le dice ¡Nunca hables con extraños! Pero él sabe dónde está mi muñeca, responde la niña.
El lector de periódicos sigue con su lectura, un tanto aturdido por la irrupción de aquella señora que le miró con tanta desconfianza. El grupo de padres mira de reojo al lector, ensimismado en su periódico. Cuchichean mientras menean la cabeza.
Al día siguiente, mismo sol, mismo parque, mismos protagonistas, nuevo periódico. Nuestro lector se sienta en el mismo banco y al poco rato aparece la niña: ¿Qué decía la carta?
El hombre-lector se sorprende, y disimulando, le cuenta que la muñeca se ha ido de viaje, a lugares lejanos, y que pronto volverá. El relato se interrumpe cuando el padre y la madre se acercan. Bruscamente, le dicen al hombre que no se vuelva a acercar a la niña y le preguntan que qué está haciendo en el parque.
El resto de los padres se acerca, entre curiosos y agresivos. Igual que en una reacción endotérmica, aquello se va calentando y acaba con alguna que otra voz fuera de tono como ¡Fuera!¡Largo de aquí, no queremos volver a verte! Nadie escucha al hombre-lector contador de historias. Balbucea disculpas, “no hago nada malo” repite una y otra vez, y al final juraba que era la niña la que se había acercado. Craso error, aquello se caldea aún más y el hombre-lector se va, dejando el periódico sobre el banco.
¡Y encima echa la culpa a la niña! ¡Será cerdo! Exclaman los indignados padres mientras vuelven a los columpios, orgullosos de su valiente acción.
Al poco tiempo aparecen en el parque unos carteles pegados con la foto del hombre-lector. El Facebook que no usaba desde hacía varios años, así como el Twitter, Facebook e Instagram de su mujer se llenaron de insultos y acusaciones de pederastia.
Loa periódicos locales se hicieron eco del suceso. La noticia saltó a los programas matinales de televisión, y allí rellenaban las horas mezclando lo poco que se sabía del hombre con muchas suposiciones, elucubraciones y medias verdades a cuál más truculenta. Políticos de aspecto grave y barba hirsuta reclamaban una rápida acción de la justicia, más vigilancia en los parques, control de los pederastas condenados y la dimisión del ministro.
Dedicado a Franz Kafka, que de buena se libró y a la Orquesta Mondragón, por esos buenos momentos.
Realmente hemos perdido el norte y el oremus
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Es lo que hay
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